Intento recuperar el aliento. El aire huele a nosotros, a sexo, sudor y perfume, todo mezclado con el intenso ambientador floral del motel…
Ahora reina el silencio. Sólo unos minutos antes, estábamos envueltos en una tempestad de lujuria, en la que la tía chunga se encaramó sobre mi para cabalgarme frenéticamente, agitando sus caderas con una ferocidad salvaje. Sus muslos apretaban mi cuerpo en cada embestida, sus tetas se balanceaban al ritmo de su furia, y sus manos se clavaban en mi pecho, marcándome con sus uñas, mientras gritaba “dame más, dame más…”. Sus gemidos, entrecortados, obscenos y salvajes, se mezclaban con el roce húmedo de nuestros cuerpos, mientras mi respiración se quebraba bajo su peso. Cada movimiento suyo, cada oscilación de su pelvis, era un asalto implacable, como si quisiera vaciarme y absorber toda mi energía.
Y lo consiguió…
Giro la cabeza y la veo, tumbada a mi lado, dormida, exhausta por el esfuerzo. Su cuerpo desnudo refleja la luz mortecina de la lámpara, sus nalgas y sus tetas brillan suavemente, probablemente por no haber sido muy expuestas al cálido roce del dios Sol. Acaricio la piel de su vientre, caliente y pegajosa por la saliva, el semen y las humedades de su sexo, huellas del deseo recién consumado. Pero mi roce la despierta…
Se alza lentamente, apoyándose en un codo, curvando su cuerpo mientras se vuelve hacia mí. Su oscura melena se desliza sobre un hombro. Está encantadora. Sus ojos me recorren con una intensidad que me pone en alerta, y una sonrisa traviesa curva sus labios, como si hubiera sido un error no dejarla descansar.
—¿Tardas mucho en recuperarte? —pregunta, su tono burlón, provocador.
—A ver… no soy un veinteañero. Necesito mi tiempo —respondo, medio en broma, medio en serio, sintiendo aún el cansancio en los músculos.
—Bueno… pues habrá que hacer algo al respecto —dice, y su voz tiene ese tono de mando que no admite réplicas pero que insinúa algo excitante.
Y antes de que pudiera decir nada, se estiró hacia la mesita de noche y abrió un cajón del que sacó una botella de aceite de almendras, al parecer incluida en el extra de "boutique erótica". Me quedé inmóvil, aún agotado por el polvo anterior, esperando que sus manos vinieran a mí.
Pero no…
En lugar de eso, vertió el aceite en sus palmas, lo calentó con un roce lento y deliberado, y comenzó a masajearse a sí misma.
Sus manos resbalan por sus tetas, apretándolas con una obscenidad descarada. Sus dedos rodean sus pezones, endurecidos, pellizcándolos ligeramente hasta que un gemido suave escapa de sus labios. El aceite brilla sobre su piel, resaltando cada curva, cada movimiento. Desliza las manos por su abdomen, trazando círculos lentos, provocadores, antes de bajar más. Sus dedos se aventuran entre sus piernas, abriendo los labios de su coño con una caricia que me derrite. Con las yemas de los dedos, frota su clítoris en círculos precisos, alternando presión y ritmo con una intensidad que tensa su cuerpo. Tras pellizcarse un pezón con la otra mano, introduce dos dedos en su sexo, gimiendo mientras su cabeza se inclina hacia atrás. El sonido húmedo de su placer llena la habitación y mi respiración se acelera.
Mis ojos están atrapados en la forma en que su cuerpo se agita, se estremece; en la manera en que masajea sus tetas y aprieta sus pezones; en cómo sus dedos entran y salen de ella con una cadencia que me hechiza. A pesar del cansancio, mi cuerpo reacciona, y despierta una erección con una inmediatez e intensidad que no esperaba. Ella lo nota, por supuesto. Sus ojos se fijan en mi polla, cada vez más dura, y su sonrisa se ensancha, satisfecha, como si hubiera planeado cada segundo de esto.
—Túmbate boca abajo —ordena, su voz baja, cargada de autoridad.
Obedezco sin pensarlo, casi por instinto, apoyando mi pecho contra las sábanas arrugadas de la cama. Mi corazón late con fuerza y un escalofrío de excitación recorre mi cuerpo, aunque no tengo ni idea de lo que viene. Sus manos, cálidas y resbaladizas por el aceite, comienzan a deslizarse por mi espalda, masajeando con una lentitud deliberada que me hace estremecer. Cada roce es preciso, como si estuviera midiendo mi reacción, desarmándome poco a poco. Sus dedos bajan, rozando mis nalgas con un descaro que me pilla desprevenido. Mi respiración se entrecorta, y sin darme cuenta, separo ligeramente las piernas, cediendo al impulso de facilitarle el camino.
Sus manos no titubean. Continúan su descenso, explorando mis muslos con una caricia que incendia mi deseo e inflama mi sexo. Siguen más abajo, hasta las pantorrillas, y vuelven a subir, lentas, implacables, para adentrarse de nuevo entre mis muslos, rozando la piel de mi escroto con una intención alevosa que me arranca un ronco gemido. La sorpresa me atraviesa, un relámpago de placer mezclado con desconcierto. Mi erección, atrapada contra el colchón, palpita con una intensidad que casi duele, y ella suelta un "Mmm... buen chico" con tono de satisfacción, como si mi reacción fuera exactamente lo que había planeado.
Sin pausa, sus dedos abren mis muslos con una insolencia que me deja expuesto, vulnerable. No pide permiso, no pregunta; simplemente actúa. No puedo verla, pero la imagino atenta a cada estremecimiento, cada sonido que se me escapa. Cada movimiento suyo parece diseñado para sorprenderme, para empujarme más allá de lo que esperaba, y yo, atrapado en su ritmo, no puedo hacer más que rendirme y dejarme hacer.
Ella intenta jugar con mis huevos, pero mi posición, boca abajo contra las sábanas, no le da mucho margen. Siento sus dedos tanteando, buscando, y un impulso me lleva a actuar: encojo ligeramente las rodillas, elevando las caderas lo justo para facilitarle el acceso. Mis pelotas quedan ahora más expuestas, y la presión de mi erección contra el colchón se alivia, aunque no el calor que me quema por dentro. Sus manos aprovechan al instante, acariciando mis testículos y agarrando mi verga con no mucha delicadeza, lo cual me arranca un gemido gutural ahogado de placer.
Pero no estaba dispuesta a rendirse tan fácilmente...
Su mano izquierda retomó su danza, deslizándose entre mis muslos con la gracia de quien acaricia las cuerdas de un arpa. Es entonces cuando su dedo pulgar trazó un camino lento y deliberado ascendiendo desde la base de mi polla, rozando mis huevos hasta detenerse en la entrada de mi ano. El gesto desató un latigazo de estremecimiento que me atravesó el estómago, encendiendo cada nervio en una mezcla de alarma y fascinación. Mis glúteos se tensaron al instante, contrayéndose como si quisieran resguardar esa frontera prohibida. Sin embargo, una curiosidad oscura y morbosa se enroscó en mi interior, paralizándome, como si esperara la próxima nota de ese arpegio inesperado.
Ella percibe mi reacción como un depredador que olfatea la sangre y sabe exactamente cuándo atacar. No hay un ápice de vacilación en sus movimientos. Maneja sus manos con una seguridad que delata maestría en el arte de explorar los límites del cuerpo masculino. Su dedo acaricia con alevosa intención el contorno rugoso de mi ano, con una presión leve que poco a poco va incrementando, mientras traza círculos lentos y meticulosos que despiertan un estremecimiento prohibido, tan pecaminoso como liberador.
Sus movimientos ganan intensidad, el roce de su dedo tornándose más firme, más insistente, como si descifrara los secretos de mi cuerpo con cada caricia. Las espirales que traza y la presión calculada contra el contorno de mi ano desatan chispazos de placer que recorren mi columna como descargas eléctricas. Es una sensación que se expande, enredándose en mis entrañas y alcanzando cada rincón de mi ser.
Mis pulmones arden y mi mente se sumerge en un torbellino de contradicciones. Una voz interna me insta a detenerla, a retroceder ante esta invasión que parece demasiado directa, demasiado íntima para una primera vez. Pero mi cuerpo, traidor, no obedece. Mis nalgas, tensas hace un instante, comienzan a relajarse, cediendo al ritmo hipnótico de sus caricias, abriéndose a ella, invitándola a seguir. Es como si reconocieran un placer que mi mente aún rechaza, un calor que se expande desde ese punto vulnerable y se enrosca en mi interior, susurrándome que me rinda. El contraste entre mi resistencia mental a ser profanado y la entrega al placer físico me sacude, atrapándome en una danza de deseo y temor que no sé controlar.
En un movimiento instintivo, obsceno, casi suplicante, que traiciona cualquier intento de mantener el control, elevo mis caderas. Mi polla cuelga entre mis piernas, palpitando intensamente, como si buscara desesperadamente una mano, una boca o un coño que la reclame. Estoy excitadísimo… Su dedo, o sus dedos, porque ya no soy capaz de distinguirlos, no cejan en su empeño de profanarme, a lo cual respondo con un gemido grave, gutural, casi animal, que se escapa de mis labios resonando en la habitación.
El tabú y el deseo libran una guerra silenciosa en mi interior: el pudor, esa voz temblorosa que me susurra que esto es demasiado, que debería resistirme, choca violentamente contra un morbo voraz que me consume, que me empuja a arquear las caderas, a ofrecerle más de mí sin pensarlo.
Y sin tener una respuesta a mi dilema, noto como ella se inclina y con me susurra al oído:
—Voy a adentrarme en lo desconocido.
Uhmmm muy excitante esta entrada, bien explícita en palabras, creo que no hacen ni falta las imágenes por lo bien narrado que está, al ir leyendo se va imaginando la escena, y ya veo que continúa de la anterior, sí que es adentrarse a lo desconocido, fuego intenso, más y más, no hay último aliento, esos masajes son los mejores, y esto continúa, esperando ya el siguiente capítulo, porque imagino que viene mucho más.
ResponderEliminarUn placer leerte, Manolo.
Besos.
María, gracias por tu visita y tu comentario.
EliminarSiempre es un estímulo saber que estas historias, que mezclan lo imaginado y lo vivido, generan buenas vibraciones en quien las lee.
Las imágenes, deliberadamente explícitas y crudas, han sido un soporte para reflejar cada movimiento de la “tía chunga” en esa danza de pasión y deseo.
Ahora, hay que esperar a su próximo paso... ¿Qué crees que debería hacer para avivar aún más el fuego? Tus ideas siempre suman…
Besos.
M.